Prometió en innumerables
ocasiones que jamás bajaría al sótano, pero ahora que su abuela querida ha
muerto, saciará su curiosidad. Coloca su mano trémula en la puerta y abre.
Asustada, desciende a oscuras las escaleras y, debajo de un ventanuco iluminado,
dos raquíticos encadenados, al descubrirla, le gritan: «¡Hija!».
Nicolás Jarque Alegre
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