Al frotarse la cara su piel
comenzó a desprenderse. Reflejado en el metálico servilletero, distinguió un
escamado rostro. Tembloroso, guardaba los trozos de epidermis en la taza como
si nadie fuera a notarlo. Su enérgico brazo desencajó la puerta y el sol le
abrasó. Deseó estar al final de la avenida, lejos de las horrorizadas miradas,
y en dos segundos estaba allí. Quiso estar en aquellas montañas nevadas, donde
apareció al instante. El hielo calmó el dolor, pero su piel ya caía convertida
en polvo. Largas uñas azabache afilaban sus dedos cubiertos por escamas
carmesí. Percibió un río subterráneo, a varios kilómetros, y quiso morir
ahogado. La convección del agua helada aplacó su calor y sintió que la vida se
le escapaba. Envidió el calor del sol en la lejanía, y pudo ver la tierra desde
miles de kilómetros. Sollozando, anheló estar en casa, y se miró al espejo. Su
silueta humana permanecía, pero no así su alma.
Víctor
Manuel Rubio Budia
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