Su instinto le advierte de
que pronto van a hacerle daño y se revuelve, intentando zafarse de las
ataduras. En el fondo, sabe que sus esfuerzos son inútiles y cuando ve
acercarse al que presiente que será su ejecutor, emite un chillido largo y
agudo, y se orina en el suelo de la jaula, aterrorizado.
El carnicero, inconmovible,
lo coge por las patas, lo eleva a pulso, y le asesta un golpe en la nuca que lo
mata en el acto. Después, le saca un ojo para que se desangre. Una vez despellejado,
el cadáver estará toda la noche a la intemperie, colgado de un gancho, para que
su carne se oree. Al día siguiente, tras el despiece, las mujeres lo cocinarán.
Fuera, mientras los tres
soles se ponen en el horizonte, el hijo del matarife llora. Siempre acababa
encariñándose de esos pequeños y adorables humanos. Aunque luego se le pasa.
Sobre todo las crías, están tan sabrosas...
Antonio Ávila
Calmaestra
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