Al caerse mis dientes de
leche los nuevos que se formaron fueron todo muelas. Ni incisivos ni caninos ni
premolares. Se configuró una dentadura descomunal de treinta y dos anchas
coronas que molían y machacaban cualquier cosa. A la hora de comer me llamaban
“la apisonadora” porque ni cortaba ni desgarraba; solo trituraba alimentos. Era
un monstruo con sonrisa de caballo, la atracción de feria de todos y el motivo
por el que llenaban su boca de improperios para provocar mi llanto. Arrinconado
en una esquina e incapaz de contenerme, conseguían hacerme llorar
desconsoladamente, y descubrían fascinados el verdadero espectáculo que suponía
presenciar cómo brotaban lágrimas de gelatina de mi único ojo.
Sergi Cambrils Caspe
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