La
clase de canto había mejorado mucho. La duquesa era una terrible cantante pero
una gran anfitriona. Le escuchó con detenimiento todas las correcciones y se
aplicó. Practicaba con gran entusiasmo. Algunas malas lenguas decían que por
eso era soltera. El profesor había trabajado con ahínco para ayudar a grandes
promesas. Adoraba la belleza de la música. Y recordaba con añoranza sus años en
la opera; los aplausos y las flores. Cada tarde aceptaba la taza de té de la
duquesa, le apretaba el corsé y afilaba sus cuerdas vocales. Esta vez las había
afilado con extremo detalle. Hidratado con exceso sus labios para encontrar la
postura perfecta. El Do Mayor había resonado por toda la casa. Aún resonaba
después de dos horas. Y él, loco de ardor, la miraba exhausto ante su gran obra
aberrante e imperecedera. La duquesa permanecía rígida en la postura del Do
Mayor, con sus costillas hinchadas hasta quebrarse por el fuelle del aire pero
mantenidas por el corsé. Sus cuerdas vocales sangrantes aún chorreaban por sus
morados labios. Los labios de una boca en rigor mortis expirando el último y
más glorioso Do Mayor que nunca se escucharía.
Ni
en vida, ni en muerte.
Aurora Martell
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