Arín llegó hasta la arboleda montado en su carro tirado por
el burro cainano. Se detuvo frente a los dominios del poderoso mago
Gonzalo, una arboleda en cuyo centro había una cueva; el hogar del reservado
brujo desde hacía un año. Nadie se atrevía a entrar en sus dominios, ni
siquiera las tropas del Tirano.
Descargó allí su ofrenda, un montón de pesadas piedras, y
avanzó con su hijo pequeño en brazos. La fiebre lo estaba consumiendo, no
tardaría en morir.
El mago salió a recibirlo, se agachó frente al niño y
extendió una mano sobre su pequeño cuerpo. Algo en su palma brilló y el niño
pareció recuperarse.
Gonzalo entró en su cueva y observó en las pantallas salir al
pueblerino. Con todo el aluminio que con el láser sacaría de esas rocas ya
tenía suficiente para realizar las últimas reparaciones al casco de su nave. Ya
tenía ganas de dejar aquel atrasado planeta y volver a la Tierra del siglo
XXII.
Jaime Blanch Queral
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