La brisa golpeaba con suavidad la ajada piel de Redha, sus
ojos, enrojecidos por la aridez del desierto, apenas distinguían un horizonte a
no más de diez metros de distancia, y su cuerpo, tambaleante, se esforzaba por
no derrumbarse a cada paso.
Ya poco importaba abrazar esa superficie granulosa, que con
su tonalidad dorada, invitaba al necio a morir en una opulente necrópolis
nómada.
La muerte, tan previsible como aterradora.
Pero, qué importaba eso ahora. Tras sus pasos, los doce
vasallos de Asser habían abandonado la calidez del desierto, ajusticiados por
la magia de Redha.
Ella solo quería llegar allí, parecía un lugar agradable
para morir.
Un pequeño lago pintaba de verde sus orillas, alimentando
con sus aguas árboles de verdes hojas y flores de pétalos púrpura.
Ernesto Domenech Valero
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