Ubico el
principio de mi degeneración a partir de la tercera víctima. La primera vez fue
fruto de un impulso furtivo. Me la encontré a solas en la cocina, tan frágil
ella que casi no tuve ni que proponérmelo. La maté de un único golpe. Con la
segunda lo hice más despacio, apretando con la yema de los dedos hasta oír un
leve crujido. En la tercera ya empezó a haber ensañamiento por mi parte. Un
objeto punzante me sirvió para desmembrarla. Para la cuarta utilicé otra herramienta,
en este caso un martillo. De nuevo de un solo envite, como en aquella primera
ocasión. A la siguiente la quemé. En ese instante supe que había perdido el
control definitivamente. Ahogué en la bañera a la que vino después, pero ya no
era lo mismo. La casa se me había quedado pequeña. Salí al exterior en busca de
próximos objetivos. En un parque me topé con varias candidatas, tomándome a
continuación unos minutos para decidir. Estaba cerniéndome sobre ella,
enardecido por hallarme en público, cuando un policía me descubrió. El mundo
comenzó a desmoronarse a mi alrededor. Me excusé a borbotones, alegando que se
me había ido de las manos, que en realidad no era mala persona, y el guardia
pareció apiadarse de mí. Con actitud severa, me obligó a que prometiera no
hacerlo nunca más. Y debo decir que no he faltado a mi palabra. No he vuelto a
matar hormigas desde entonces.
Nombre del autor: David Gómez López
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