El grito de dolor que hendió
el aire no provenía de su garganta.
No era él, el que había
observado como sus alas impolutas se teñían del color de la oscuridad, y como
sus bellas y prístinas manos se transformaban en la esencia de la crueldad,
adquiriendo forma de garra.
Había transgredido las
normas: nada de sangre humana. Y ahora, recibía el castigo, del que se
había creído inmune.
La suprema tentación había
roto todas las barreras de la poca humanidad que conllevaba su ser.
Y es que la sangre de su
bebé era tan deliciosa. Y su carne blanca, tan dulce y tierna…
Natalia Viana Nebot
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